mayo 19, 2006

Plagio

Vilma Millán apoyó la valija de cartón en la tierra apisonada que formaba el patio.
Sus trenzas negras, crespas, luchaban cuerpo a cuerpo con las langostas que se querían anidar para siempre en los cruces oscuros.
Ahí estaba ella: la hija de la blanca Doña Chicha Zufriategui y del cacique querandí Don Roque Millán, la esmirriada pecosa que corría entre la toldería allá en La Pampa, la mejor alumna del Instituto Agrario, la más diestra preparando la línea para la pesca; ahora solita su alma en las manos de esta gente desmemoriada.
Su padre le había dado instrucciones precisas: en el tren, primer vagón clase turista, segundo banco de madera a la izquierda. Le hizo una mención especial con respecto a no manchar al pasajero vecino con sus zapatos blancos, recién teñidos con cal.
La tía Emilce, la hermana de mamá, la estaría esperando y la llevaría al encuentro con el mundo. “Mi’ja tiene que tener vida e’ciudá” le había dicho el padre y así, la había embarcado en un verano atípico, lejos de la doma y el telar.
El viaje había sido tranquilo, pocos pasajeros se aventuraban hasta Ramos Otero: El turco Dulce, vendedor de sedas y chucherías varias; Don Pleito Zaldívar, abogado recién recibido y ella, Vilma, el corazón estrujado entre el almidón y el lino.
Con un último bufido de la locomotora, el tren se detuvo son bastante esfuerzo. El sombrerito de rafia clara se le había pegado a la frente, en esa mezcla de sudor, colonia y polvo.
El terraplén se encontraba desierto, salvo por unas gallinas que se despiojaban despreocupadas a pleno rayo del sol. De la tía Emilce y los primos... ni rastros.
El turco se apiadó de la niña y le regaló una barra de caramelo, lustrosa dentro del celofán. Vilma balbuceó un gracias, conteniendo las lágrimas ante ese extraño de sonrisa desdentada.
Se sentó en la punta del banco cuidando que las gallinas, despabiladas por su presencia, no alcanzaran la valijita.
Despacio, como pidiendo permiso en cada movimiento desenvolvió el dulce y chupó suavecito la punta. Hacía 14 horas que había comido por última vez, las tripas ensayaban quejidos de sikus y bombos.
Del fresco vestíbulo de la estación salió Don Aníbal, el telegrafista, que terminaba el turno apurado para no perderse el puchero en la pensión.
La carita colorada le llamó la atención y paró al lado de la nena que parecía no verlo.
- Y a quién esperás? – le dijo en el tono más amable que pudo
- A mi tía Emilce – le dijo la Vilma mientras posaba sus ojazos en ese hombre enjuto con cejas enmarañadas.
- Ah! vas a esperarla todo el día entonces, yo la acompaño Mi’ja- y así sin más tomó el bulto de Vilma y la agarró de la mano con tanta seguridad que ésta enmudeció, sin poder negarse.
Al salir de la estación bordearon un canterito en el que las violetas medio secas se hacían espacio entre los cardos. Ya en la plaza, los cañones oxidados apuntaban a un enemigo invisible acobachado en el ombú, del que colgaba una llanta de tractor que hacía las veces de hamaca.
Parca la tarde, Don Aníbal apretó los pasos frente a la Iglesia, las cruces le daban pavor desde chico y no congeniaba bien con el cura párroco, tan devoto de la virgen misericordiosa como de los grupos paramilitares que perseguían a indios y campesinos.
Al dar vuelta la esquina de la farmacia, Vilma pegó un respingo: una figura negra cargaba un cajoncito blanco de madera. – Es Doña Clarisa, sigamos que ya llegamos- le dijo Anibal mientras le tiraba de la manguita, Vilma se quedó pensando en la figura inmóvil, con los ojos ciegos, bien abiertos a la nada.
Al cruzar la calle empedrada, Aníbal la soltó y se acercó a una pesada reja. Habían llegado.
El frente de la casa estaba cubierto de moho, sin embargo, no perdía su aspecto señorial, con la doble puerta de roble enmarcada en columnas romanas. Desentonaba un poco entre el caserío bajo de tejas coloradas, propio del lugar.
El viento caliente mecía las cortinas de voile del porche, y traía un valsecito que sonaba a despedida.
Cuando Vilma despertó del embrujo del vals, Aníbal ya no estaba. Nadie se había asomado y un gato la miraba sin muchas ganas de darle la bienvenida.
En su congoja decidió tomar las riendas de ese viaje y subió decidida los dos escalones de cemento que la separaban de la puerta, y con fuerza sacudió la campana.
-Ave María Purísima! Son las 12! – una voz alborotada fue lo único que se oyó. El gato decidió recostarse en la ventana.
Como un relámpago despistado que se adelanta a la tormenta, la Tía Emilce salió de la casa con el batón a medio abrochar y el sombrero panamá ladeado, las cintas colgando.
Las piernas regordetas no esquivaron a Vilma, que terminó enredada entre los lunares de la enagua.
Después de la confusión, la tía la levantó de un envión que casi la hizo chocar con la pantalla de cuentas coloradas que adornaba la entrada.
-Hermosa!, preciosa!, qué piel! qué pelo! – gritaba doña Emilce mientras llenaba de rouge fucsia las mejillas de Vilma.
Terminada la revisión, entre el ir y venir de besos y miradas, Vilma advirtió la presencia de tres pares de ojos que bailoteaban detrás de las cortinas, en la sombra fresca de los cuartos.
-Pepa, Francisca, Lita! Vénganse a ver a la nena- gritó de nuevo la tía mientras la empujaba dentro del zaguán.
Al entrar, una mezcla extraña invadió los sentidos de Vilma. La música seguía ronca en segundo plano y el olor a sudor y alcanfor repugnaba y atraía a la vez.
Los sillones raídos mostraban señales inequívocas de varias mudanzas maltrechas, alguna inundación y la habitual visita del gato gordo que miraba de reojo. Pero no perdían el aire estrafalario: el tapizado atigrado en negro y dorado combinado con la madera oscura lustrada parecían no caber en el amplio recibidor.
Emilce siguió empujando a la chica que sólo llegó a distinguir algunas puertas cerradas por el camino. Hacia el fondo estaba la cocina y detrás de la olla de gallina hervida cantaba Dora, cocinera, ama de llaves, y más tarde descubriría que también tenía algo de guardaespaldas.
La sentaron a la mesa alta y le pusieron delante un pan sabroso, un buen pedazo de queso fundido y unos ajíes en aceite. La boquita chiquita de Vilma dio rápida cuenta de todo, lo picante del queso le dio sed y para paliarla una jarra de granadina helada apareció a tiempo.
Cuando Vilma casi ya se había olvidado, en el umbral aparecieron tres figuras que parecían escapadas de alguna feria de gitanos: Pepa era altísima, la cabeza enmarcada por unos rulos colorados...

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