Amanecieron patas en la vereda esperando la volanta que los acercara a la estación y se despidieron en el cordón con dos palmadas secas en el hombro. Pero Aldo no aguantó, se acercó hasta el estribo para acomodarle la solapa del saco azul y le dio un beso en la sien justo antes de que arrancara. Roberto no miró atrás.
Aldo abría todos los días pero las únicas clientas que habían aparecido eran las chicas de Nora y él se esmeraba como si el salón rebosara de señoras reclamando por el brushing y la temperatura del secador. Pasada la primera semana desde la partida de Roberto, ya no quedaba pelo por domar entre las chicas del quilombo. Las otras dos fueron la muerte, a veces Nora venía por el local y le cebaba unos mates, la tierra se acumulaba en el tocador y sobre los cepillos sin estrenar que mantenían el brillo velado, souvenires de lo que pudo haber sido.
A las tres semanas se acercó el pibe de Barrientos, el de la estafeta postal, Aldo le dio una moneda sin mirarlo, tan concentrado estaba en el sobre blanco con los bordes negros que el pibe le traía. Abrió, sacó el papel doblado en cuatro, leyó atento y guardó sobre y carta en el bolsillo de atrás del pantalón. Garabateó algo en el cuaderno celeste, arrancó prolijamente la hoja, cerró la puerta y bajó la persiana.
Cerrado por duelo
decía el papel que dejó al centro de la cortina metálica antes de enfilar para la pensión.
y se alargó nomás, continuará
5 comentarios:
Pobre Barrientos, emisario de la desgracia. No somos nada.
Siga, siga...!
fulvio: barrientos resultó piedra, queselevacé
morgana: ya viene el final
besos
usté a los tipos los tiene asi en suspenso como lo que escribe?
si algún damnificado se encuentra en la sala que le conteste al warren!
ya va, ansioso!
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